Qué
fácil resulta ahora hablar de burbujas. Recuerdo con cierta
nostalgia algunas charlas y conversaciones públicas en las que me
atrevía a decir, siguiendo conclusiones extraídas de datos
relativamente bien contrastados, que el precio de la vivienda en
España iba a caer, y que el desastre sería mayor en relación
directa con el tiempo que tardáramos en comenzar un “aterrizaje
suave” dirigido y gestionado.
Todavía
recuerdo, con cierta claridad, las expresiones faciales de los
presentes en las salas e incluso, algunas intervenciones de los
turnos de pregunta y debate al respecto, algunas ciertamente duras,
en las que se me casi acusaba de ser un agorero, emitiendo opiniones
producto del manejo de datos sesgados.
Todas
esas imágenes me sobrevinieron de golpe durante el año 2007 y,
particularmente, tras el verano aterrador del 2008, cuando todo
finalmente se derrumbó estrepitosamente.
Los
datos eran claros. Nada puede crecer permanentemente y menos y lo
hace a un ritmo alocado de más del 15% (que fue el crecimiento del
precio de la vivienda durante muchos años). En realidad, nada puede
crecer insistentemente sin decaer en cierto momento. La cuestión no
es esa, sino intentar medir la magnitud del batacazo. En esos años
la intenté medir, y mis resultados fueron más que evidentes: la
magnitud del batacazo inmobiliario iba a ser realmente espeluznante.
Y así ha sido. Desde luego no fui yo el único que advertí de esta
situación. Hubo mucha gente, incluso algunos de ellos economistas,
que acertaron plenamente en esta previsión.
La
burbuja se gestó gracias a muchos factores pero se sostuvo,
considero, por dos fundamentales. El primero, porque hubo una
capacidad incalculable de crédito barato y accesible y, segundo, un
consenso social generalizado que, curiosamente, sólo beneficiaba
directamente a un determinado sector de la población.
Ahora
el problema es más gordo, si cabe. Entonces y ahora la voracidad de
nuestro sistema económico está sustentada en el consumo incesante
de recursos naturales, como ya se sabe. Y este consumo, con formato
de burbuja, no podrá mantenerse en el tiempo. Ahora es mucho más
fácil reflexionar y comunicar sobre este asunto. Basta con explicar
que estamos literalmente montados sobre una burbuja de consumo de
recursos naturales (energías y materiales). La existencia de esta
burbuja está sustentada, como la inmobiliaria, en dos factores
fundamentales: la existencia de un acceso fácil y barato a las
fuentes energéticas (que juegan un papel similar al del acceso al
crédito barato) y un consenso social fuerte en torno a una situación
insostenible, porque hay un sector de esa sociedad que está siendo
directamente beneficiaria del producto de esa burbuja.
Y
la burbuja explotará. No hay más que mirar los datos. Lo que ahora
es más difícil de calcular es la magnitud del batacazo, que se
manifestará a todos los niveles y que perjudicará, eso sí, a las
capas más débiles de la sociedad (como siempre).
La
solución es un cambio de paradigma total que se denomina,
internacionalmente: “transición hacia un modelo socioeconómico
sostenible”, es decir, viable en el tiempo, basado en tasas de
consumo de recursos naturales equivalentes al producto de las rentas
del capital natural terrestre, lo que incluye, por supuesto, que
todos los recursos deban tener origen renovable.
Socialmente
eso tiene unas implicaciones de una magnitud formidable; hasta tal
punto, que hemos de reconsiderar todas las certidumbres adquiridas en
los últimos dos o tres siglos de historia. Habrá que repensar el
papel del dinero y del tiempo y aprender a vivir con más lentitud y
sosiego, lejos de las aceleraciones propias del crecimiento del PIB y
el pago de una deuda impagable. Habrá que construir nuevos consensos
en torno a nuevas formas de vida, basadas en el desarrollo de las
relaciones de cooperación y colaboración entre agentes sociales y
económicos.
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