martes, 27 de septiembre de 2011

El sueño de una ciudad habitable

Cuando el otro día me levanté de la cama, aún no había amanecido. Con un tremendo sopor, me incorporé y me senté al borde. Como estas veces que te levantas por la mañana con una sensación de felicidad, tenía la impresión de que había dormido muy bien porque había tenido un buen sueño.

Intenté recordar ese sueño que me brindaba, minutos después de acabar, la posibilidad de la felicidad justo al iniciar el nuevo día.

Entre una nebulosa de recuerdos pude entrever una ciudad, quizás Sevilla, quizás cualquier otra urbe de Andalucía. Recordé que andaba por las calles de esa ciudad con mucha soltura, junto a mi hijo, de tres años, que corría, iba y venía por las calles sin ningún temor. No había peligro de que ningún coche, a más velocidad de la adecuada (límite de 20 km/h en zona residencial, límite que nunca se cumple en la realidad), pusiera en peligro su vida. No había ruidos de motor. La calle era amplia y ofrecía un espacio interminable para caminar, jugar, pararse. El mobiliario urbano aprovechaba este espacio y estaba sabiamente colocado para no estorbar al peatón. Ahora que no había coches aparcados, colocar el mobiliario urbano para no molestar era fácil.

Por esa calle, como digo, íbamos andando yo y mi hijo. Mi hijo corriendo, jugando. Yo con paso firme, empujando un carrito de bebé donde transportaba a mi hija de seis meses. Empujar un carrito por las calles de esa ciudad era fácil. No había escalones de aceras impertinentes, no había urgencias por abandonar una calzada al toque de claxon, no había que esquivar motos mal estacionadas, no había que tener un cuidado extremo al cruzar una bocacalle entre dos coches aparcados que no te dejaban ver lo que por esa bocacalle podría venir. Empujar un carrito de bebe en esas condiciones era un placer.

De la misma manera, me fijaba en las personas que estaban a mi alrededor. Cada una a su ritmo, obedeciendo a sus propias urgencias. En todos los casos, había la posibilidad de mirar a los demás a los ojos y concentrarse en el ambiente, disfrutar del momento, de distinguir los olores de los árboles. Lejos del humo, la contaminación, el miedo y la precaución permanente, que son moneda común en los trayectos de la ciudad andaluza actual, la vida se presentaba de otra manera. Salir a la calle era una actividad relajante que aplacaba el ánimo y mantenía la mente en buenas condiciones, en pleno equilibrio.

Lo bueno de todo esto es que ese modo de utilizar la calle permitía a la gente llegar y acceder a los sitios y los lugares de origen y destino con más eficacia, perdiendo menos tiempo y, sobre todo, aprovechándolo mejor, porque andando sin temores podía dedicarse uno a pensar, a escuchar música, a conversar con la persona que acompaña, a leer; a vivir la vida, en fin.

En esa ciudad, si había que realizar desplazamientos más largos, era posible utilizar medios de transporte público de calidad. Vehículos colectivos, en medio ferroviario o viario, siempre en superficie, que pasaban con frecuencia, que eran cómodos y acogedores. Esos transportes públicos eran asequibles en precio, accesibles para el impedido y poco contaminantes. La red que conformaba este tipo de transporte era tupida y estaba convenientemente jerarquizada, lo que provocaba que su eficacia fuera máxima. Se podía llegar, ir, volver y transitar por la ciudad con facilidad y siempre en tiempo. A ellos se había reservado espacio suficiente, tenían sus propios lugares de paso y ocupaban, de manera habitual, el mejor lugar de las grandes avenidas, es decir, el centro de la calzada.

En esas grandes avenidas, la mayoría de la superficie estaba dedicada a estos transportes públicos, a grandes espacios de tránsito peatonal, a espacios de estancia que jalonaban las avenidas de cuando en cuando, y a carriles bici amplios y seguros. Relacionarse, convivir, comprar, ir al colegio, pasear, desplazarse, mirar, oler, sentir, hablar. Todo resultaba fácil en esas avenidas diseñadas e ideadas para ofrecer un espacio de calidad al ciudadano, donde poder, al fin, disfrutar de las ventajas que tenía la ciudad.

El tránsito ciclista era también seguro en esa ciudad. Normalmente, la bici convivía con el peatón en una relación mutua que exigía responsabilidad por las dos partes. En las avenidas, el flujo intenso de bicis estaba segregado del resto en sus propias vías ciclistas, configuradas y dispuestas en red. Todas estas vías estaban así conectadas, formando una malla común. Era posible ir a cualquier parte de esa ciudad en bicicleta sin tener la constante sensación de que estaba uno jugándose la vida.

Los pocos coches que circulaban lo hacían por calzadas con carriles estrechos. De esa manera, los conductores de los vehículos siempre tenían la sensación de precaución que les impedía rebasar los límites de velocidad permitidos. No obstante, la circulación y el tráfico no eran los dominadores del espacio urbano. El aparcamiento era escaso en esa ciudad, lo que provocaba que resultara inmensamente más cómodo circular y desplazarse en cualquier otro medio de transporte que no fuera el coche. Los pocos espacios de aparcamiento estaban reservados para los servicios imprescindibles, como vehículos de emergencia, el transporte público o la carga y la descarga. Era habitual que los demás estacionamientos estuvieran también reservados a las personas discapacitadas y que realmente necesitaban un vehículo privado como recurso vital.

Las salidas de emergencia estaban libres y utilizables. Ningún coche en zonas de acceso de bomberos. Nadie y nada aparcado en un paso de cebra….

Decididamente, esa ciudad era mejor para vivir. El espacio no dedicado al coche era utilizado para todo lo demás, incluidos el resto de modos de transporte. Era lógico, teniendo en cuenta que el coche es el medio más ineficiente en la utilización de ese espacio urbano.

Las arcas municipales estaban igualmente contentas. Los gastos a los que había que hacer frente en una ciudad con un 80% menos de tráfico eran inmensamente inferiores. Las calles no se deterioraban tanto. Los beneficios indirectos eran inmensos. Las empresas tenían empleados que llegaban a sus puestos de trabajo con buen ánimo, a tiempo y en buena forma física, porque casi todos accedían andando o en bicicleta o en transporte público o con cualquiera de las combinaciones posibles entre ellos. Los comercios prosperaban en una ciudad amable, donde era fácil andar, mirar, ver, comparar.

Los vecinos salían a realizar la compra diaria a las tiendas cercanas. Allí conversaban con otros vecinos, ya en la tienda o por el camino. La poca presencia de tráfico rodado permitía, sin problema alguno, parase a charlar un rato a comentar los últimos acontecimientos políticos o deportivos. Era preciso que la gente dialogara y se relacionara, en un mundo donde las relaciones en colectividad tenían una importancia capital porque ellas son el caldo de cultivo de la creatividad. La creatividad…. esa herramienta de futuro.

Ese mundo había decidido dedicarse a ser feliz, olvidándose de consumir como única manera de realización personal. Se había decidido atajar, de una vez por todas, los procesos de cambio global que ponían en peligro las mismas bases del funcionamiento físico de nuestra sociedad. No se utilizaban combustibles fósiles nada más que para lo estrictamente fundamental. Se había decidido ir cerrando poco a poco las centrales nucleares, al mismo tiempo que se desarrollaban intensamente las fuentes de energía renovables.

En todo caso, se había decidido, eso sí que era importante, consumir mucho menos. Vivir disfrutando de servicios, antes que de mercancías. La mayoría de la gente o las familias no tenían coche propio. Sencillamente no hacía falta poseerlo. Había servicios de flotas de vehículos multiusuarios. Cuando se necesitaba imperiosamente un coche, algo que no era muy común, simplemente se pagaba por su uso. Ello permitía que la renta de las familias se invirtiera en actividades locales y provechosas, destinadas a hacer a la gente más feliz y a conservar el capital natural terrestre. De esa manera, ese capital natural siempre produciría rentas suficientes en forma de recursos naturales que podrían ser aprovechados convenientemente por las sociedades modernas.

El reflejo de todo ello en la ciudad era que el sistema de movilidad había cambiado por completo. El coche era un lujo en un contexto de escasez de recursos energéticos. Así lo entendía todo el mundo y así era tratado en la legislación de transporte aprobada sólo hacía algunos años. Esa legislación limitaba y gravaba enormemente el uso del vehículo privado. Tras un periodo de adaptación, donde se produjeron muchas protestas, la inmensa mayoría se dio cuenta de que el resultado era mucho mejor: una ciudad para ser feliz; un espacio dedicado a las personas y no a los coches, un transporte público de calidad, capaz de recolocar a todas aquellas personas que antes estaban empleadas en las industrias y los servicios del automóvil…..Una ciudad, en definitiva, donde uno podía andar con su hijo sin el temor permanente de que, en cualquier momento, puede ser atropellado.



En ese momento, mientras recordaba sentado al borde de la cama, sentí cómo empezaba poco a poco a sonreír. Es cierto que, al fin y al cabo, todo había sido un sueño. Pero sonreía porque, en ese preciso instante, comprendí que era un sueño que iba a hacerse realidad. Seguro.



2 comentarios:

  1. Creo que soñaste con una ciudad del futuro tras haber aplicado la EASU

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  2. Me apunto a esa ciudad, me apunto también a conseguirla, y me apunto, sobre todo, a construirla internamente en mi, cambiando mis valores, mi ritmo interno, mis hábitos y pautas de conducta, mi mirada de los otros, mis necesidades, mi ...! Esa realidad ya existe, sólo tenemos que plasmarla! Cris vega alonso

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